Octubre 2020
por Silvia Batet

Cultura y terrazas

Cuando me plantearon la idea de escribir una de estas rutas me di cuenta de la desconexión que el confinamiento había generado en mi consumo de cultura. Consumo de cultura, como se dice en estos tiempos, en que hemos pasado de personas a meros consumidores. Lo bueno de este caso es que cuando lo que consumimos es cultura, esta no se consume, no se desgasta o agota: más bien al revés. La cultura crece y se transforma, se expande y se revitaliza; incluso se pone a bailar.

Frente a esta desconexión que tenía del panorama cultural hice lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho: llamé a esa amiga que todos tenemos que se entera de todo, que absorbe las novedades culturales por osmosis y siempre sabe lo que está pasando. Y cuál fue mi sorpresa cuando me respondió “¿Qué está pasando en Barcelona?.. No lo sé, no me entero. Sólo sé que las terrazas siempre están llenas.”

Así que comenzamos la ruta en un híbrido entre terraza y espacio cultural, como los hay varios en Barcelona, recientemente abierto en el barrio de Gràcia: La Muriel. La Muriel acaba de abrir donde antes estaba la librería Mecànic, y su nombre ya resuena en el barrio como el nuevo espacio de moda. Dirigido por Pau Roca, actor y director de la compañía Sixto Paz, quiere ser un espacio donde convivan los procesos de creación con la actividad de restaurante. También se definen como un “espacio abierto al barrio, agradable para padres e hijos”, que es principalmente lo que encontramos en nuestra visita. Un espacio diáfano, con algunas mesas separadas por las obligatorias distancias de seguridad, donde los padres toman una cerveza mientras varios grupos de niños se mueven a sus anchas, haciendo pinos y volteretas laterales. Nos dejan estar cuarenta y cinco minutos, hay reservas. El camarero nos comenta que se pueden enviar dossieres para solicitar residencias de creación; y que éstas se llevan a cabo ante los atentos (o no tan atentos) ojos de los clientes que toman un café. Tendremos que pasarnos otro día para ver cómo se desarrolla esta relación proceso de creación-descanso de mediodía.

Nuestro segundo destino es el Exploding Fest #6, happening de improvisación de música y danza en Vallcarca. Este destino se convierte en un deseo frustrado pues demasiado tarde me doy cuenta de que el aforo es muy limitado y se han agotado las entradas. Problemas de la era covid, en que hay que reservar incluso para un evento al aire libre en una plaza. Sin embargo, quedo atenta a próximas oportunidades de asistir a este acontecimiento.

Me dirijo entonces, ya en solitario, al Espacio Trafalgar, que presenta una exposición del trabajo del misterioso artista urbano Banksy. Voy con un cierto recelo ante el ambientillo “guiri” que se respira en la página web y la taquilla, pero quedo gratamente sorprendida y me descubro incluso riendo frente a varias obras de este irreverente pintor de graffiti, quien, como un superman moderno, sigue manteniéndose en el anonimato. Su obra nos invita a reflexionar sobre el poder, la inocencia, el consumo, el mercado del arte. Me choca especialmente la paradoja que se crea entre la crítica exposición y la “salida por la tienda de regalos”, llena de productos de merchandising que hablan del anticonsumismo. 

De camino al Teatre Tantarantana, paso por el Antic Teatre, el híbrido terraza-espacio cultural por excelencia de Barcelona. En la programación está la poeta Laura Sam, con su libro Incendiaria, y en la terraza el cartel de “Aforo completo”.

En el Teatre Tantarantana asisto a la obra “Els porcs també mengen verd”, escrita y dirigida por Andreu Rifé. Esta obra se describe a sí misma como “una comedia de violencia”, y en general me produce más malestar que risa. Sin embargo, es un malestar que se deriva de la comprensión, o incluso identificación, con algunas de las situaciones que describe en relación a las estructuras familiares.

Al día siguiente, decido regalarme un domingo clásico y me dirijo a Montjuïc, donde el acceso al pabellón Mies Van der Rohe es libre el primer domingo de cada mes. Es un espacio que conozco pero que no me canso de visitar. Un altavoz escondido entre las plantas me explica su  historia. Después subo hasta el MNAC, donde me llama la atención la exposición “Croquis inconcreto” de la artista catalana Èlia Llach. Es una exposición pequeñita. Su reflexión sobre la precisión del trazo, y la relación entre boceto y dibujo, me hace pensar en un cuerpo que baila, creando trazos inconcretos en el espacio de manera constante. La danza es siempre un esbozo difícil de identificar.

Como aún tengo energía, me paseo por la colección permanente del MNAC. Me pierdo especialmente en la exposición de arte románico, asombrada ante la cantidad de ábsides de iglesias románicas que se han extraído y trasladado aquí, y las similitudes evidentes entre todas ellas. Sus trazos son absolutamente concretos, rígidos. Me siento sobrecogida ante los rostros severos que me miran desde todas partes, como intentando decirme algo desde el pasado. Mi favorito es el más famoso, el pantocrátor de la iglesia de Sant Climent de Taüll, donde paso las vacaciones desde hace años. Pienso en cómo se sentiría el creador de este ábside mientras le daba forma en la frialdad de la pequeña iglesia, en ese valle remoto en el año 1123, en cuál sería su vida. Pienso también en cómo se sentiría de poder verlo hoy aquí, en este majestuoso edificio en una ciudad inimaginable en ese momento, en nuestros jóvenes rostros con mascarilla admirando su obra.

Salgo del edificio y me tomo una cerveza en la terraza del bar, mirando a la ciudad. ¡Casi no encuentro sitio!

Texto de Silvia Batet para GRAF. Silvia es coreógrafa, bailarina y actualmente residente en La Visiva.