Joan Boy es un pintor de almas corpóreas, no por ello exentas de realidad y carnalidad. El artista nos presenta una figura femenina ligeramente andrógina, expuesta, desnuda y frágil, con un halo de distanciamiento que la protege bajo el imperativo de origen evangélico, noli me tangere, no me retengas, que las priva de inmediatez.
Las figuras, así, son sustraídas al sentido del tacto en favor de la visión que, en palabras del filósofo Jean Luc Nancy, protege de toda la violencia sexual o física, porque lo intocable está presente en todas partes donde existe lo sagrado. Su condición es el retiro, la distancia: “la distinción y lo inconmensurable” de la belleza ofrecida tan solo a la vista, privada de la aprehensión.
El contacto físico entre las figuras genera una tensión corporal que se percibe como problemática e invasiva, como si se intentara preservar el aura de los cuerpos transfigurados. Este aura es una protección, una esfera sacral que crea una urdimbre particular de espacio y tiempo, apartada de nuestro mundo, para procurar la aparición irrepetible de una lejanía, por más cercana que esta pueda estar, que inevitablemente nos remite a la noción de aura de Walter Benjamin.
Las figuras se presentan en escenas en las que el paisaje, las cortinas o las habitaciones dan sensación de apartamiento del mundo y al mismo tiempo de intimidad desvelada, que aseguran la prohibición del tacto en favor de la vista. Se mira, porque ellas se dejan mirar, pero no se toca, como si no tocar fuera la condición para que el espectador pueda ser tocado, touché.
